A veces el alma no quiere hablar,
ni explicar,
ni entender.
Sólo quiere estar.
Callada,
tranquila,
como el mar cuando se ha cansado de las olas.
No es tristeza lo que pesa,
es el cansancio de sentirlo todo
tan profundo,
tan intenso,
como si cada emoción tuviera raíces
en el centro del pecho.
Y entonces se recoge,
se vuelve pequeña,
no para desaparecer,
sino para cuidarse en silencio,
como quien enciende una vela
y se sienta a su lado
sin prisa,
sin ruido.
No siempre hay que ser fuerte,
ni firme,
ni luz para todos.
A veces basta con ser abrigo para uno mismo,
sombra bajo la cual descansar,
nido en el que volver
a reconstruirse.
Y está bien.
Porque incluso las estrellas
se apagan un rato
para volver a brillar más limpias
cuando nadie las mira.
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